B.S.P.
Desde luego él no me conoce, y eso que le he visto actuar en varias ocasiones. Y ahora, por primera vez, en Europa. Vusi está de gira en un espectáculo que se llama “Acoustic Africa”, donde actúa acompañado de Donet Gnahoré (Costa de Marfil) y de Habib Koité (Mali). Vusi se comportó la otra noche en el teatro, y excepto Woza y Red Song, tocó todos los himnos que le han hecho famoso (When you come back, Basimanyana, Tontobane y Chibona). Me puso la piel de gallina y hasta me emocioné. Y es que desde que “nos conocimos” en el mítico local Bassline (que entonces todavía se encontraba en Melville), donde actuó acompañado de Louis Mhlanga, él no es consciente de los muchos kilómetros que hemos recorrido juntos.
Veréis, yo por aquél entonces (principios de este siglo) vivía en Johannesburg, donde acabé pasando 2 años enteritos. No os voy a aburrir con la consabida retahíla de datos sobre el número de asesinatos, violaciones, secuestros o muertes violentas que ocurren en la mal llamada Egoli (“ciudad del oro”, el otro nombre de lo que yo prefiero llamar simplemente Jozi). Ni tampoco sobre los índices de SIDA, la corrupción, el racismo o la incompetencia de un gran número de los dirigentes del país. A mi, lo que no me gustaba de Jozi era que no tenía mar y punto. Y eso me obligó a pasarme muchos viernes y lunes en la carretera, la N-3, que baja desde el altiplano donde Jozi se encuentra hasta la costa más cercana: la de Durban. He calculado que realicé ese trayecto unos 70 fines de semana, sobre un total de 2 años. Eso es casi cada fin de semana exceptuando los que pasaba en Barcelona por motivos laborales, los que me quedaba en Jozi por trabajo y los que pasaba en algún otro lugar del país por razones diversas. A 600 km por trayecto (ida, y otros tantos de regreso), son unos 84.000 kms. Únicamente en la N-3. Y casi todos con Vusi y cía.
Y así como los boers tenían sus himnos calvinistas para acompañarles en su trek, yo tenía a Vusi… y también a alguno más.
De hecho, salía de casa a ritmo de la música que echasen en aquél momento por Khaya FM – the heart and soul of Jozi, pequeña emisora de Jozi que emite ritmos principalmente africanos. Gracias a Khaya FM, y a un CD recopilatorio que la emisora publicó, descubrí a muchos artistas que luego formaron parte de mi Banda Sonora Particular. Desde Sandton (suburbio de Jozi donde residía y trabajaba) hasta más o menos la altura de Alberton, Khaya FM me acompañaba. Una vez pasado Heidelberg, empezaban largas rectas con dos carriles, el tráfico disminuía ostensiblemente y, como la radio ya no se escuchaba bien, pisaba ligeramente el acelerador al ritmo de Hit the road, Jack, del desaparecido Ray Charles.
Pero eso no era más que una licencia americana a lo que se antojaba, fin de semana tras fin de semana, una experiencia con banda sonora africana. Rodeado de inmensas llanuras y pequeños koppies (colinas), las tonalidades del día se reflejaban en los largos pastos a lado y lado de la carretera durante kilómetros y kilómetros. Era el highveld en todo su esplendor. La monotonía era rota por algunos asentamientos de chabolas, los famosos townships, donde negros pobres (porque en Sudáfrica no todos los negros son pobres, pero la inmensa mayoría sí) vivían en condiciones infrahumanas. Estos townships se encontraban a algunos kilómetros del pueblo al que servían, y nunca mejor dicho, pues en esas chabolas es donde viven el personal doméstico y la mano de obra barata de las casas y empresas de los blancos y indios.
Me acuerdo de un township en concreto: las chabolas más cercanas a la calzada de la N-3 estaban coloreadas con graffitis enormes y coloristas, como los que uno espera encontrarse en algún callejón del Bronx, o en una sala de arte en Berlín o Barcelona; tanta era su complejidad y tan punzante su mensaje. Pero lo más chocante es que el soporte de estos graffitis eran paredes de chabolas, hechas con trozos de madera, cartones y demás chapas metálicas. En estos townships rurales no hay cemento ni hormigón. Si podía, intentaba escuchar Silang Mabele, con Vusi a la voz y Louis a la guitarra, al pasar por este lugar. Es un himno a la unión de todos para erradicar la pobreza, tanto económica como de valores, que asola el país. Otra opción para esta imagen, era ponerme un poco de BLK Sunshine, en concreto su tema Building. Son un dúo que interpreta una mezcla de pop y hip-hop africano muy cautivador, sobretodo en directo. Poco después, dejaba atrás el Transvaal (Gauteng a día de hoy), para entrar en el Free State (antigua Orange en tiempos pasados), una de las provincias más rurales y con menos desarrollo económico del país. Pero geográficamente seguía en el highveld y sus rectas interminables.
Recuerdo que en varios de los viajes que realicé en invierno - que es la temporada seca del highveld y cuando los campesinos aprovechan para quemar sus campos y así fertilizarlos-, me distraía presenciando las sombras que el sol, ya bajo a media tarde, dibujaba en las magníficas cortinas de humo que se levantaban a ambos lados de la carretera. Eran las sombras de los campesinos que, ayudados de mantas, avivaban el fuego hacia una dirección en concreto. Gracias a la oblicuidad de los rayos de sol, sus “manteadas” se magnificaban en las cortinas de humo y tomaban la apariencia de un baile diabólico, con una decena de hombres y mujeres, a la vez, levantando y bajando los brazos. Nunca hubo una canción más adecuada que Woza (de Vusi) para estas estampas: una celebración de la vida, que intenta curar las heridas a través de la fiesta y el baile (“…my song of love, my song of life…”).
Woza es una canción que asocio muy directamente con el gran himno fiestero de la música sudafricana popular, y que todos hemos oído alguna vez: el mítico Pata Pata, interpretado por la gran señora de la música sudafricana Miriam Makeba. Cuando le contaba a Christophina, la señora que venía a limpiar la oficina un par de días a la semana, que Pata Pata era mi canción preferida, ella se reía a carcajadas. Desde su ignorancia de persona sin estudios, pero honesta y trabajadora, y que ha criado a 4 hijos de 4 padres diferentes, no lo entendía y me decía que no fuera tonto. “Pata Pata,” me explicaba, “…no es una canción para blancos; es una canción para negros, trabajadores en las minas de alrededor de Jozie, que celebran todos los viernes que han cobrado su salario antes de emborracharse y gastárselo en juergas, putas y demás.”
Pero todo tiene su final, y el de las rectas, y por lo tanto del highveld, se encuentra justo antes de llegar a la población de Harrismith. Allí empieza la bajada hacia la costa y, a partir de este punto, la N-3 flanquea durante muchos kilómetros las majestuosas montañas de Drakensberg. En Harrismith se imponía una parada; en realidad se imponían dos paradas si tenía hambre. Una primera en un restaurante de la cadena Nando’s, que a pesar de ser un fast-food, es de origen sudafricano y saben hacer pollo. Pero la parada bonita era la segunda, en Van Reenen’s Pass. La N-3 bordea el valle del Sand River y hay un mirador que he visitado muchas veces: frente a las cimas del Drakensberg a punto de engullir el sol, con el valle y su minúsculo río a mis pies ya en la sombra, contemplaba muchísimas veces el anochecer. Acostumbraba a beberme la única cerveza del viaje, una Windhoek Lager bien fresquita y, si no había comido nada o todavía tenía hambre, a mordisquear un poco de carne curada, el billtong. Dejaba las puertas del coche abiertas y la música sonaba. Todos los himnos de Vusi y Luis y también canciones de los mineros (gumboots). También algo de Mali, como Alí Farka Touré o Salif Keita, pues la sensación de espacio que proporcionaba la visión no era muy diferente a la de estar en la cima de una duna del desierto. Y para acabar esa horita de descanso que coincidía con la puesta de sol, nada mejor que el tema Mannenberg, interpretado por un gran pianista, el gran Abdullah Ibrahim. Un clásico instrumental al piano de 13:36 minutos de duración, que incluso un no aficionado al jazz como un servidor, era capaz de disfrutar.
Con la noche encima, y otra vez al volante, ya en el Kwazulu-Natal la música se iba calentando. Y a medida que yo conducía hacia el sur, mi B.S.P. me llevaba a climas más tropicales: Congo, Caribe, Camerún, Angola… La meta era Durban, una gran urbe que se encuentra en una zona de clima subtropical, a orillas del Índico y con una gran influencia india. Durban es la única ciudad del país que me recuerda al África negra del centro del continente, con sus mercados ambulantes, su calor pegajoso, su vida bulliciosa y… su hedor. Mi descenso particular hacia la costa, y el trópico, se iniciaba a la altura de Ladysmith, con los Ladysmith Black Mambazo. Un grupo legendario que participó en uno de los discos que inventaron la “world music”, mucho antes de que Ramón Trecet y cía nos machacasen este término cada dos por tres: Graceland, de Paul Simon. Tras Ladysmith… y camino de Pietermaritzburg, la música se hacía más sensual y lánguida con el caribeño Coupé Cloué, y sus canciones muevecaderas en criollo. Le seguía el camerunés Awilo Longomba, y el tema que más disfrutaba bailar con una amiga en un tugurio llamado Calabash, Coupé bibamba. A esa altura tenía problemas para mantener los pies en los pedales, puesto que la música me hacía el mismo efecto que si me hubiera tomado 2 expressos y 4 bebidas energéticas de un solo trago. De haber habido alguien conmigo en el coche, hubiera pensado que estaba sufriendo un ataque epiléptico. Pero todavía quedaba la traca final: “zouk” del mejor, en directo, y de la mano de Kassav’ Live au Zenith.
Tras ese maratón de ritmos, necesitaba algo para calmarme antes de llamar la atención de la policía del Kwazulu-Natal, de las más corruptas del país. Para eso utilizaba la voz sensual, y firme a la vez, de Miriam Makeba, con el otro gran himno de la música africana, el genial Malaika (“ángel” en swahili). La melodía desprende olor de clavo y demás especias de la costa de Kenya y Tanzania, de donde es originaria. Con esta suave melodía recorría los últimos kilómetros. Al llegar a casa de los Palmboom (donde solía alojarme), en el Bluff de Durban, estos me preguntaban inefablemente si no estaba muy cansado del viaje. Les decía que sí; pero no por las horas pasadas al volante, si no a causa del torbellino de emociones y ritmos que había vivido. Y también de la exaltación por haber podido compaginar los maravillosos paisajes con melodías y letras que les daban formas y llenaban los vacíos.
En el Bluff, me esperaban 2 o 3 días intensos de surf, a veces muy buenos, otras veces menos, pero siempre gratificantes. La hospitalidad de los Palmboom superaba las cotas más altas habidas y por haber, y hacían el fin de semana todavía más agradable si eso era posible. Pero por muy buenas que hubieran sido las olas, al llegar la hora del regreso tenía una sonrisa en los labios, pues sabía que me esperaban unas 5 horas más con Vusi, Louis y los demás.
El regreso seguía una tónica similar: Vusi y, a ratos, los demás. Pero con menos énfasis en los ritmos tropicales y más en los temas más tranquilos. Una vez, regresando a casa, y cuando de hecho ya estaba en uno de los tramos de las grandes rondas que rodean el centro de Jozi, me encontré mirando hacia el oeste desde la cima de una pequeña colina, y atisbé a ver una gran tormenta que estaba descargando justo encima de los rascacielos del centro. Estos rascacielos desde lejos parecen normales, pero en cambio se encuentran totalmente abandonados y ocupados por gente sin hogar. Disminuí la velocidad para poder contemplar el espectáculo. Y entre los nubarrones negros que descargaban toda su furia y la cima de los rascacielos, quedaba una ventana a través de la cual se colaban algunos rayos de sol, de un sol rojo intenso que ya estaba poniéndose. Era una tormenta de verano en el highveld, llena de luz, contraste y electricidad; a imagen y semejanza de la sociedad sudafricana de ahora. Justo en ese momento estaba escuchando Weeping, un tema que habla del apartheid sin nombrarlo, y que fue escrito e interpretado por un grupo de chavales blancos en plena época racista del país. La letra habla de un chaval blanco, soldado, que está vigilando un township por la noche y que se da cuenta que “eso” que sus superiores le han presentado como un monstruo, no es más que otros seres humanos a los que no hay que temer si no respetar. Gracias a un eficaz juego de palabras, la canción pudo escapar a la censura y se convirtió en un himno para los pocos blancos que luchaban activamente contra el apartheid.
Obviamente, en la grabación de que yo disponía lo estaba interpretando Vusi Mahlasela.
Niegà
Mayo 2007
Weeping
I knew a man who lived in fear.
P.S.: Es curioso como el acto más inesperado puede hacernos escribir. Tenía una asignatura pendiente con Sudáfrica. Había vivido y trabajado allí durante 2 años (2000 y 2001) y nunca había escrito nada al respecto hasta ahora. En cambio, de otros sitios donde he estado mucho menos tiempo (Cabo Verde, Liberia, Mozambique, Senegal…), la inspiración para escribir surgió sin ningún problema. Ver a Vusi Mahlasela en directo el pasado Lunes 21 de Mayo, en el Teatro Victoria Eugenia de Donosti, me evocó un torrente de recuerdos de las muchas horas que pasaba en el coche para ir a la costa. Y de paso me inspiró para escribir este relato. En este caso no escribo sobre el surf, si no sobre lo que me ocurría antes y después del surf. Dicen que el trayecto es, en ocasiones, más embriagador que el destino.