lunes, 9 de julio de 2007

Onkel Franz

Costa de Namibia; año 6 antes del parto de Angelina Jolie

I.
La tarde era gris y fría. O eso parecía desde dentro el coche. En realidad la temperatura avecinaba los veinte grados, pero la bruma que cubría toda la costa y el mar producía una sensación visual de frío, muy inferior a la temperatura real. La carretera era… aburrida. Y peligrosa. Resbaladiza por que la superficie que la recubría era una mezcla de asfalto y de sal. A la derecha dunas. Pero no dunas bonitas y amarillentas como las del Sahara. Ni tampoco altas, majestuosas y rojizas como las de Sossusvlei, en el Namib. Eran dunas grises, de escasa vegetación y bajas. Sin ningún tipo de duda ocuparían los escalafones más bajos en el Ranking de Dunas del Mundo; si es que tal ranking existía. A la derecha, a ratos, el mar. El Océano Atlántico Sur. Una masa de agua enorme, fría, gris y en continuo movimiento. Y sin embargo rica en nutrientes, en pescado y con fuerte acento gallego a juzgar por la enorme flota de barcos pesqueros que Pescanova tenía en el cercano puerto de Walvis Bay. El continuo – y tedioso- runrún del City Golf de alquiler era la única cosa concreta en ese trayecto a través de la bruma costera. Bueno, eso y el codillo.

La mañana había transcurrido de forma agradable, paseando por las calles de Swakopmund. Baden-Baden en el suroeste africano. Casas alemanas. Comida alemana. Música alemana. Banderas alemanas. Cerveza alemana. Pero no como en las Baleares o las Canarias; en Namibia se estila la Alemania de los años 80. De 1885 para ser más exactos. De cuando la Conferencia de Berlín, con Bismarck a la cabeza de un ejército de políticos y geógrafos europeos (de esa Europa que acababa en los Pirineos), que se dedicaron a repartirse territorios africanos a base de coordenadas; sin tener en cuenta a quién juntaban ni a quién separaban dentro de estas formas geográficas. Formas geográficas que cuadraban perfectamente en el mapa de la mesa de Otto y compañía, pero que carecían de sentido para los millones de vidas humanas que estaban en su interior. Estos paseos por la playas y el centro de Swakopmund habían logrado que nos recuperásemos un poco de los abusos de la noche anterior. La chica de la tienda con la que habíamos hablado la tarde anterior había sido muy convincente, y habíamos acabado saliendo a la noche. Y esa mezcla de juerga africano-germana había pasado factura. Más que la juerga, lo que nos había aniquilado era el Strohrhum.

“Nunca más”

Luego, y tras comprobar que el mar ya estaba subiendo, nada mejor para la resaca que ir a comer un buen codillo en un restaurante… como no, alemán. La tarde no había empezado bien. Quizá sin resaca y sin codillo hubiera ido mucho mejor. Pero en esas circunstancias, subirse a una avioneta de 5 pasajeros para hacer un tour aéreo de la Skeleton Coast no era una idea muy brillante. Cuando llegamos al aeródromo y reconocimos al piloto, un alemán al que habíamos visto por última vez durmiendo abrazado a una botella a las cinco de la madrugada anterior en la discoteca, estuvimos a punto de echarnos atrás. Pero ya habíamos pagado. Me consolé pensando que, en caso de morir, iba a hacerlo con el estómago lleno de suculento codillo. Pero no, mejor nos hubiera ido con el estómago vacío; nuestro querido piloto estaba de buen humor y le apeteció demostrar su pericia a los mandos de la avioneta a base de piruetas … con nosotros a bordo. Y con el codillo a medio digerir a todos nos entró un mareo de espanto a cada curva, bajada y subida que la avioneta realizaba. De todas formas, la visión aérea de ese trozo de costa tan desolado había sido magnífica. Y los esqueletos de los barcos naufragados años atrás y que ahora, ante el incesante descenso del nivel del mar, se encontraban a centenares de metros de la orilla, en medio de la arena y cercados por las dunas, no podían ser un mejor símbolo de este litoral.

“Si no te engulle el mar, lo hará la arena”

Una vez en tierra de nuevo los otros cuatro se fueron hacia Windhoek, la capital, para coger un avión de regreso a Sudáfrica. Yo, en cambio, alquilé el City Golf y me puse en ruta con mi tabla, el saco de dormir, agua, algo de comida, el traje, una linterna, un abrelatas… y el codillo todavía dando vueltas por mi estómago. Ah, y también las instrucciones que Rod Brady me había dado por e-mail días antes. Mi objetivo era claro y conciso: conducir hasta Cape Cross, dormir entre las dunas y surfear sus izquierdas kilométricas por la mañana. Luego conducir hasta Windhoek y volar hacia Jozie. Los partes daban que el mar iba a subir un poco y los vientos seguían flojos y del Sur. Y lo más importante: parecía que Onkel Franz llevaba días sin dispararle a nadie.



Cape Cross. Los puntos de la punta del cabo son focas. Si haces click encima lo verás con mayor detalle.
II.
Por fin Cape Cross, donde se encuentra una de las mayores reservas del mundo de focas: la Cape Cross Seal Reserve. Es un cabo que presenta dos particularidades: por un lado tiene una reserva de focas espectacular (hasta 250.000 animales según los año) que habitan en el mismo cabo; y por otra, en su lado Norte, rompe una izquierda larguísima, protegida de los vientos dominantes de componente Sur. La izquierda consta de 3 secciones. La primera de todas, que rompe en la misma punta del cabo, es casi insurfeable por que se encuentra justo donde las focas (con machos que pueden llegan a los 350kgs de peso) entran y salen del agua. La segunda sección también está infestada de focas y de algas enormes, aunque es surfeada relativamente a menudo. La tercera sección es la más cercana a la playa y raramente recibe la visita de focas, aunque necesita que haya algo de mar para romper. Quién dice focas dice olor a foca. Y cuando no hay 2 o 3 si no 200.000 focas, el olor es… importante. Justo al lado de la explanada donde están las focas, hay una caseta con guardas. Y más hacia al Norte, donde el cabo deja de ser tal para convertirse otra vez en la larga línea del litoral Namibia, hay una antigua fábrica medio abandonada. Ahí reside, a temporadas, Onkel Franz.

Aparqué (no había ningún otro coche) y anduve hacia la pequeña pared que separa las focas del resto del cabo. Tuve que usar mi camiseta para taparme la nariz, pues el olor era muy insoportable. Focas, focas y más focas. Machos enormes de 200 y pico kilos copulando con hembras de apenas 70 kg. Crías de foca siendo aplastadas por otras focas. Cadáveres y huesos por todas partes. Al llegar a la pared (de apenas 1 metro de altura) la foca macho más cercana se incorporó, me miró con su ojo vidrioso y emitió un ruido ronco pero muy fuerte. No supe si quería espantarme o simplemente alertaba a las demás focas de mi presencia, pues no había ningún otro ser humano a la vista.



Observar la puesta de sol tras una nube de focas puede tener su gracia… pero yo sinceramente no la encontré, y menos con ese olor.

Aproveché la poca luz que quedaba para conducir el lado Norte del Cabo, donde se encuentra la tercera sección. Ya empezaba a romper. Largas líneas de agua gris oscuro encima del gris más claro del océano. Rompían lentamente, regularmente y calculé que ya alcanzaban (pues no había nadie en el agua) al medio metro. El viento Sur que soplaba en la punta del cabo a penas se notaba en la superficie de las olas. Al pasar delante de la antigua fábrica, oí música pero no pude identificarla. Ahora, a un centenar de metros y con el motor del coche parado la escuché más nítidamente y me pareció una especie de marcha militar. Onkel Franz, o quien fuera que estaba ahí dentro, debía sentirse bélico.

Conduje unos quinientos metros más hacia el norte y vi que de la carretera salía un pequeño camino hacia las dunas. Un camino de arena dura pero transitable con un coche de alquiler. Claro que no hay mejor 4x4 que un coche de alquiler, ¿no? El camino apenas tenía un centenar de metros y desembocaba en una pequeña explanada rodeado por dunas, quedando protegido de las miradas de quien fuera que pudiese pasar por la carretera. Pero sobretodo ligeramente resguardado del aire marino y del olor a foca. En el suelo algunas marcas de neumáticos y restos de alguna hoguera lejana. Ese iba a ser mi campamento para la noche, tal y como Rod me había aconsejado.


III.
Ya era noche cerrada. A lo lejos todavía escuchaba, por encima del rumor de las olas, una ligera música que provenía del Cabo. Y, por encima de la duna que me separaba del mar veía un ligero resplandor en esa misma dirección. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el coche. Mi cazadora impermeable me protegía de las ligeras gotas de agua que se desprendían de la bruma. Una bruma que no tardaría en levantar, una vez la temperatura de la tierra enfriase, para no volver hasta la mañana siguiente. Decidí comer algo: abrí una lata de algo que según el dibujo de la etiqueta prometía ser judías en tomate y resultó ser salsa de tomate a solas. No me importó mucho pues tampoco tenía tanta hambre. Dejé la lata de lado y me concentré en el pan, el billtong y las manzanas que llevaba en el coche. Y entonces, de pronto, las vi. Se encontraban en la sombra, un poco más allá del alcance de la tenue luz interior del coche, a unos 10 metros de mí. Conté rápidamente una docena. No emitían ningún sonido y me rodeaban excepto por detrás, pues estaba apoyado en City Golf.

“¡¡Hienas!!”

Había leído que bajaban frecuentemente a la costa, especialmente al Cabo, para atacar a las crías de foca en la época de nacimiento de estas y yo, sin saberlo, me había instalado en medio de su ruta de aproximación. Lentamente me levanté y las enfoqué con la linterna. Simplemente estaban husmeando y mirando; inquietas, pero no parecían agresivas. Si ya de por sí son animales poco agraciados estéticamente, de noche y a la luz de una linterna me recordaban al diablo en la versión que la Iglesia católica plasmaba en los rosetones y pórticos del románico. Al enfocarlas sus ojos brillaban y se apartaban. Cogí las cosas que tenía en el suelo lentamente y las fui poniendo dentro del coche, sin darles la espalda. Cuando ya no quedaba nada, agarré la lata de tomate abierta y arrojé su contenido lo más lejos que pude en su dirección. Si ese era el olor que les había atraído, prefería que se lo comieran antes de que estuvieran husmeando alrededor. Me encerré en el coche y con la ventanilla medio bajada las fui observando. Olieron la salsa de tomate esparcida en el suelo, pero a ellas tampoco les gustó.

Al cabo de un rato las hienas desaparecieron y me encontré solo de nuevo. Estuve un rato merodeando en los alrededores y no vi nada. Rod ya me había avisado que en esta época del año, cuando las focas dan a luz, suelen acercarse manadas de hienas y de coyotes al Cabo y me había aconsejado dormir dentro del vehículo. Bajé el respaldo del asiento del copiloto todo lo que pude, puse la tabla y el traje en el del piloto, me puse dentro del saco y me dormí.
……………

¡¡¡¡BAAAAAAANG!!!!”

Pegué tal salto que me di con la cabeza en el techo del Golf. No lo había soñado; alguien había disparado. Menos de 10 segundos más tarde volvieron a disparar. Y otra vez. Y otra. Y otra. En menos de 1 minuto conté unos diez disparos. No eran muy cercanos, aunque sí lo suficiente como para despertarme. Por mi cabeza pasaron diversas posibilidades: cazadores furtivos, los guardas del Cabo (aunque creía recordar que sólo estaban de día) y Onkel Franz. Fuese cuál fuese su origen no parecían destinados a mí. Me vestí, cogí la linterna, miré fuera y vi que no había nadie ni nada. Además la bruma ya se había levantado y la luna, aunque no estaba llena, producía bastante luz. Miré la hora: las tres y cuarto de la madrugada. Salí del gélido coche a la no menos fría noche y subí andando a la duna que me separaba de la carretera y del mar, pues de ahí parecían provenir los disparos.

En la distancia, a unos 500 metros, pude ver a una linterna que se movía y, de vez en cuando, el fogonazo de un disparo. Por la posición de la linterna y como se movía, deduje que era un frontal. Disparaba en todas las direcciones, hacia el cielo y hacia el suelo, hacia el mar, hacia las dunas y hacia el Cabo. El frontal se iba acercando lentamente hacia donde yo estaba, de forma errática. Yo estaba tumbado en la cima de una duna. Con una mezcla de miedo y de curiosidad. La situación era cómica si no hubiera sido por la remota posibilidad de que alguna bala fuera disparada hacia mi dirección. Pero prefería saber donde estaba el que disparaba que arriesgar a encerrarme dentro del coche y que me sorprenda allí. Y salir corriendo por la carretera tampoco era buena solución, pues entonces mi presencia sería conocida. También oí gritos, de una voz ronca en lo que me pareció alemán o afrikáans. Al cabo de 10 minutos los disparos cesaron y la luz empezó a alejarse, despacito, en dirección al cabo. Acababa de conocer a Onkel Franz.

IV.
Ya era de día. Las ocho y pico de la mañana. Hacía frío y la bruma ya estaba bajando. Nada ni nadie. Sólo la lata de tomate (que recogí), mis pisadas y las huellas de las hienas. Me subí otra vez a la duna desde donde había visto a Onkel Franz hacer prácticas de tiro y me asomé. Nada. Todo tranquilo. ¿Todo? No. Líneas. Casi un metro en la tercera sección según calculé. Sin viento y preciosas. No muy huecas pero largas y sin secciones. En la distancia, la punta del Cabo parecía la estación de metro de Plaza Catalunya en hora punta: decenas y decenas de focas salían y entraban del agua por una hendidura en las rocas de la orilla, justo donde rompía la primera sección. Desconocía cuántas bajas habían ocasionado las hienas esa noche, pero no parecía que muchas a simple vista. Oí el ruido de un coche. Era el todo terreno de los vigilantes que se dirigían hacia su caseta. En la fábrica abandonada no se escuchaba ningún ruido ni percibí ningún movimiento.


No tenía nada para desayunar excepto la penúltima manzana y agua. Del codillo ni rastro.

“¡¡¡Pal agua!!!”

La entrada al agua a la tercera sección se hacía desde la intersección entre el cabo y la playa, para no tener que luchar tanto contra la corriente. Excepto que esta “entrada” se encontraba a escasos treinta o cuarenta metros de la fábrica abandonada. Decidí dejar el coche donde estaba, me cambié y anduve en dirección al cabo por la playa, observando la ola, las algas, las focas y estudiando si había señales de…

“No pienses en tiburones”

…pues eso: olas, algas, focas y nada más. La verdad es que observar cómo rompían las series en las tres diferentes olas del Cabo era un lujazo. La primera sección (casi en la punta del cabo, muy cerca de las focas) era la más salvaje. La ola se levantaba muy de golpe, con un brazo corto, y se enrollaba sobre sí misma. En su camino muchas cabezas de focas y muchas algas, de esas algas de agua fría, enormes, que parecen troncos. Ahí es donde las series rompían más grandes, unos 2 metros calculé tomando el tamaño de las focas como referencia. Luego la ola se volvía a levantar a la altura de la mitad del Cabo. Aquí la ola parecía más noble, pero el “bosque” de algas era todavía más exagerado. La ola tenía más brazo y más recorrido, pero quizá no era tan fuerte; como más fofa. Y al final la tercera sección: el brazo era muy largo y parecía que iba a cerrar, pero no. No era hueca pero tenía fuerza. El fondo era de arena y no había algas ni focas.

Llegué cerca de la fábrica y pasé por detrás, atento a cualquier ruido o movimiento. Según Rob, ese era el momento delicado. Onkel Franz era un alemán de Namibia. Nacido y criado aquí. Era muy mayor, medio senil y, durante muchos años había sido el capataz de la fábrica del Cabo. Fábrica que se dedicaba a matar y exportar las pieles de focas. La fábrica había cerrado hacía ya muchos años y él pasaba ahí temporadas. Más de una vez lo habían encerrado, ya sea en la cárcel ya sea en alguna institución de esas donde llegas con un problema y sales con trescientos. El motivo siempre había sido el mismo: disparar: a surfistas, a coches que pasaban, a turistas que iban a visitar el Cabo, a los guardas del mismo, a pescadores… Por suerte nunca le había dado a nadie ni a nada. Sus disparos eran al azar, a veces ni remotamente en la dirección del objetivo. Pero la gente le había denunciado y así estaba pasando estos últimos años de su vida. Nadie sabía cómo lo hacía para obtener un rifle y munición, ni para comer, ni para ir al Cabo cuando le soltaban. Se rumoreaba que tenía amigos que le cuidaban, le daban comida, bebida, un fusil viejo y municiones, y le dejaban en la fábrica hasta que lo volvieran a encerrar. Varias veces, cuando algunos surfistas se acercaban a la fábrica para entrar al agua y coger olas en la tercera sección, Onkel Franz había salido corriendo y gritando del edificio en ruinas, fusil en mano y disparando en todas direcciones. Los surfistas se habían llevado sustos de muerte y había entrado al agua lo más rápido posible. Al cabo de un rato, el viejo Franz se cansaba de disparar y volvía a entrar en la fábrica.

“…pum pum; pum pum; pum pum…”

Mi corazón estaba tan acelerado que pensé que se oiría hasta Swakopmund. Pero nada. Ni un ruido y ni un movimiento. La fábrica, o lo que quedaba de ella, a penas se tenía en pie. Fuera había basura de todo tipo. Los cristales de las ventanas estaban rotos y el techo parecía que iba a salir volando a la siguiente tormenta. La verdad es que tampoco me entretuve mucho. Entré al agua. Fría y densa. Sorteé algunas algas, hice un par de cucharas y ya me encontré en el pico. La corriente me derivaba hacia el Norte, pero tampoco era muy fuerte. Llegó la primera serie y …se produjo la amnesia.

V.
Cuando todas las olas se parecen, cuando no hay nadie con quién comentar la que acabas de pillarte, cuando se quiere aprovechar todo al máximo… las imágenes se suceden en la cabeza y los recuerdos se mezclan. ¿Ese giro que hice a media pared y que -sí, sí, estoy convencido-, levantó un spray que empapó a todas las focas del Cabo y más allá, sucedió justo después de pasar aquella sección casi imposible… o era en otra ola? Ni idea. Sólo me acuerdo de esto: muchos giros, secciones rápidas (iba de espaldas), intentar siempre salir por arriba de la ola al final para evitar unas cucharas dolorosas en la cabeza, algún alga y el susto que me pegó cuando la sentí en mi pie y mucha glotonería. Muchas veces ni siquiera esperaba a llegar hasta el pico para coger una ola, y a medio recorrido me dejaba tentar. Otras, si la ola no iba perfecta o yo no estaba a gusto en ella, me salía pronto para coger otra. Así estuve 3 horas. Me olvidé del frío, de las hienas, de la noche en el coche, del codillo, del tiroteo, del coche y de Onkel Franz.

Recobré consciencia de todo esto al cuando los brazos empezaban a estar seriamente cansados y mi cuerpo ya notaba los primeros síntomas de hipotermia. Miré hacia la fábrica y la playa, algo que no había hecho desde que cogí la primera ola, y no vi nada diferente. No había nadie, ni siquiera un coche. Decidí coger la última. Me esforcé en llegar al pico y esperar una buena. Cuando se presentó la cogí y la disfruté hasta el final. Al final, en lugar de salir por arriba, me dejé llevar por la espuma hasta la orilla. Salía del agua y di un último vistazo hacia el pico. Había valido la pena. Reencontré mis huellas en la arena, de cuando anduve del coche hasta el cabo a primera hora. Y vi otras huellas al lado: en dirección contraria, hacia el coche, de pies desnudos. Parecían recientes, y no eran las de Onkel Franz en su orgía nocturna, pues este había andado en medio de la carretera. Alguien había estado paseando por la playa mientras yo estaba en el agua. Las huellas cruzaban la carretera a la altura del camino que iba al anfiteatro donde había pasado la noche, y se metían por entre las dunas, en dirección al coche. Decidí dar un pequeño rodeo, aunque fuera quien fuera podía muy bien estar observándome desde arriba de una duna, agazapado. Al llegar a la cima de una duna me estiré, enfundado en mi neopreno mojado y con la tabla al lado. Vi el coche y a quien no podías ser otro que Onkel Franz, sentado con la espalda apoyada en la puerta del conductor. Igual que había estado yo la noche anterior cuando cenaba, pero en el lado opuesto. Parecía dormir, con el fusil en su regazo. El coche parecía estar intacto.

Observé la situación unos minutos. Ahí estaba yo, tirado encima de una duna, con lo puesto (el traje y la tabla). No pasaba ningún coche ni había ningún pueblo cerca. Los seres humanos más cercanos eran los dos guardas del Cabo, a más de 45 minutos andando, y de los que no sabía nada. Cansado y tiritando de frío, decidí armarme de valor y acercarme al coche por el lado opuesto a donde Franz estaba sentado. Di un rodeo por detrás de las dunas y bajé por donde lo habían hecho las hienas horas antes. Con la llave del Golf en la mano me acerqué. Entonces Franz se levantó. No estaba dormido. El fusil colgaba de su brazo. Estaba demacrado, la faltaban gran parte de sus dientes, tenía mucho pelo blanco encima de la cabeza y una barba corta descuidada. Daba más lástima que miedo. Sonrió y dijo algo en un idioma inteligible para mí. No le perdí de vista y sonreí, mientras iba acercando la llave a la puerta del copiloto. Rodeó el coche y se acercó hacia el lado donde me encontraba. No parecía ser agresivo y si no fuera por el fusil -que seguía inerte, como una prolongación de su brazo-, hubiese pasado por un vagabundo medio demente de los tantos que pueblan los rincones más sórdidos e inhospitalarios de nuestras grandes ciudades. Volvió a pronunciar una sarta de sonidos guturales totalmente incomprensibles para mí. Su mirada, y el tono, parecían estar suplicando.

“¿Qué querrá? ¿Dinero? ¿Qué le lleve a alguna parte?”

Abrí el coche y saqué la toalla. Empecé a bajar la cremallera del traje de neopreno y dejé la tabla encima del capó del vehículo. Volvió a hablar por tercera vez y señaló algo con el brazo con el que no sujetaba el fusil.

“¡¡¡La manzana!!!”

Me estaba pidiendo comida. Le alcancé la manzana. Sus manos eran enormes, desproporcionadas al resto de su cuerpo, pues era más bien bajito y enclenque. También le enseñé los restos de billtong. Agarró la manzana y el billtong con fuerza. Sonreía y parecía estar contento, de forma un poco infantil. Me dio mucha lástima. ¿Hasta qué punto era consciente del peligro que significaba para los demás? ¿Qué demonios debían estar atormentándole? Apestaba a mierda, a foca y a alcohol. Se guardó la manzana y el billtong y señaló una botella de agua por abrir que tenía en el asiento de atrás. Se la di también. Sonrió, emitió un sonido más al tiempo que asentía con la cabeza, y se fue en dirección a la salida del “anfiteatro”.

VI.
Me cambié rápidamente y guardé las cosas dentro del coche. Lo puse en marcha y encendí la calefacción a tope. Hacía sol, pero no lo veíamos por culpa de la bruma. Sabía que tan pronto como me alejase de la costa la bruma desaparecería, y la temperatura subiría unos diez o quince grados. Di media vuelta y salí hacia la carretera, dirección Sur hacia Swakopmund y luego hacia Windhoek. Al pasar vi a Franz sentado, apoyado en una duna muy cerca de la carretera. Su fusil a un lado. Contemplaba la manzana en una de sus enormes manos, muy cerca de sus ojos. Parecía estar ofreciéndola al mar gris, que se hallaba en frente suyo, antes de zampársela. No me paré; tenía el tiempo justo y no me quedaba más comida.

Niegà 2007



P.S.: Me gusta siempre recomendar algún libro, cuando lo conozco, sobre el país del que escribo un relato. En otra ocasión, estando en Swakopmund me compré The Sheltering Desert, de Henno Martin. Es el relato real de Henno y su amigo Hermann Korn, dos jóvenes alemanes de Namibia que huyeron al desierto del Namib para no ser alistados en las tropas del tercer Reich durante la Segunda Guerra Mundial. Estuvieron escondidos en una de las zonas más inhóspitas de este planeta, durante más de dos años y medio, sobreviviendo como robinsones y huyendo de la policía, en unas condiciones muy difíciles de imaginar.

9 comentarios:

Anónimo dijo...

Mol bé noi !

Sempre sorprens i sempre és agradable tornar a sentir les teves históries...

CARCANT

Anónimo dijo...

LO que canta la foca no fue el himno de la escapada a Mallorca jajaja. (o fue la segunda en la que tu no estabas???)
Un saludo.

Niegà dijo...

En efecto, en Namibia cantó algo diferente, pero como ya no me acuerdo...

;-)

Niegà

Anónimo dijo...

Se os echa de menos por la isla..
Se que ahora no tiene mucho sentido una escapada, pero bueno sabeis que sois bienvenidos.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

joder!! un millón de gracias otra vez por regalarnos estos momentazos... que gozada!!
a ver si nos vemos en el agua que parece que la cosa se anima...
Pedrua.

Niegà dijo...

De nada Pedrua. Me alegra que la gente disfrute con estos relatos. Siempre me quedo con la duda de si son demasiado largos...

Dany, no te creas, ya me apetecería otro fin de semana en tu isla como la última vez. Las olas no siempre lo son todo. Y si cuadran olas en ese agua azul y esas mariscadas, pues oye, yo encantado!

Saludos!

Niegà

Anónimo dijo...

En absoluto son demasiado largos, la verdad es que hechan de menos este tipo de relatos en las revistas y en los blogs de la peña, no se porque se centran tanto en la fotografia y poco en la palabra.
Enorabuena por tu blog.
Raul

Anónimo dijo...

excelente relato que me recuerda la costa Oeste de surafrica tambien con dunas ,paisajes immensos , olas deserticas, agua fria y gente bastante rara:encontramos "farmers" que apostaban a quemar corbatas colgadas detra del bar con un aguardiente llamado: CARDINAL RICHELIEU.
un placer de lectura

Anónimo dijo...

Este relato llega hasta las tripas del surf y te las lanza hacia fuera sintiendo la necesidad de ir a buscarlas al rincon mas insospechado del planeta...

Emocionante, directo y preciso.

Una joyita para releerse cuando tienes la surfitis baja!