Postal desde Indo
"Dime tú cuanto quieres."
Eché un vistazo al viejo .38 especial que me estaba vendiendo. El número de serie en la base de la empuñadura había sido totalmente limado. Quien sabe el tiempo que llevaba enrollado en ese trozo de tela vieja y untado de grasa de ballena. El olor me recordó a las herramientas de jardinería que mi abuela guardaba en un viejo cobertizo. Saqué un billete de $50 USD y todo el mundo se rió. Empecé mi rutina de marcharme sin más y pocos segundos después ella corrió a introducirme el arma -y un puñado de balas oxidadas- en mi bolsillo; y desapareció con el billete. El frío metal se hizo notar contra mi muslo durante todo el camino hasta el barco. Kupang. Timor Oeste - 1995.
La isla de Timor, un lugar olvidado que en su día fue parte de los imperios Holandés y Portugués; un lugar de encuentro para surfistas viajeros que se alimentan de arroz blanco y olas vírgenes. Tenía previsto pasar siete días en la capital Kupang, pero decidí que una noche era más que suficiente. Discotecas construidas gracias al dinero de los sobornos de la industria petrolera, llenos de hombres de negocio de Java. Me recordaban a enormes insectos: uno al lado del otro, sorbían sus tazas de té negro bien espeso a través de pajitas con las que se entretenían haciendo burbujas en la superficie. Calles tomadas por prostitutas de Surabaya, excesivamente maquilladas en un intento de aparentar una frescura que hacía tiempo que habían perdido.
A nuestro barco le había sido asignado un joven oficial de la Marina Indonesia como enlace en el puerto. Un día vino a visitarnos a bordo, hablando un perfecto inglés de Jakarta. Tenía más o menos mi edad y lucía orgulloso una impresionante hilera de medallas en su pecho. Parecía un almirante. Mientras se sentaba y hablaba, no pude evitar fijarme en el brillo de las medallas producía, y me preguntaba cuantas cabezas de Timoreses del Este había tenido que cazar para obtener tantas medallas. No había duda – este tipo tenía un gran futuro delante suyo.
En nuestra tripulación tres éramos surfistas y el oficial tuvo el detalle de buscarnos un barco que nos llevase a Nemberala. Llegamos justo antes del anochecer al pueblo y nos fuimos al primer losmen que encontramos. Me desperté antes del alba con un sabor metálico raro en mi boca; un viejo pescador nos iba despertando suavemente a la vez que cuchicheaba muy humildemente:
“Surf en T-Land ahora, por favor.”
Desde aquél día he tenido el placer de alojarme en numerosos hoteles de todo tipo, en todo el mundo, pero en ninguno me han despertado así. Menos de 30 minutos después estábamos en una chalupa, rumbo al arrecife, con el pico vacío delante nuestro mientras engullíamos bolas de arroz y bebíamos leche de búfalo templada. Izquierdas de metro y medio rompían delante nuestro a cámara lenta. Aquí no había secciones rápidas y huecas –pero peligrosas- como Speedies en G-Land para ponerte en tu sitio el primer día; esto era T-Land. Con mis dedos enmarqué la visión que había delante de mí imitando el marco de una foto – perfección.
Paramos a la hora de comer y regresamos al pueblo. Sentados esperando darnos el segundo baño alguien empezó a hablar de una ola llamada “Boa”. Podría haber surfeado T-Land durante 20 años pero decidí seguir la corriente. Dos horas más tarde estábamos frente a una derecha muy rápida, y que ofrecía un tubo muy amplio a lo largo de 50 metros. No es mi tipo de ola preferida, pero todo el mundo parecía pasarlo bien. Bajé con el labio mi primera hora y fui directo a un centrifugado doble.
Después de esta primera ola preferí sentarme y descansar; guardar fuerzas para el baño de última hora en T-Land. Mientras el conductor de la chalupa me ayudaba a subirme a la misma, no pude evitar de fijarme en su collar: un gran disco metálico con un agujero bien limpio en el centro por el que pasaba un cordel de cuero. Vio que me fijaba en su collar y se lo sacó para que pudiera examinarlo mejor. Se trataba de una moneda, un florín holandés acuñado en 1674; un vestigio de un imperio ya extinguido. Al ver mi fascinación me rogó que me lo quedase, pero no pude. Cerró sus ojos cuando se lo puse de nuevo alrededor de su cabeza.
Lo primero que hice cuando estuve solo en la habitación del losmen fue coger la pistola y las balas compradas en Kupang y llevármelas al arrecife para arrojarlas al agua. No iba a necesitarlas ahí. (…)"
Por Adam Waldie, Tracks magazine Septiembre 2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario